viernes, 3 de abril de 2015

Via Dolorosa

Marco se deslizó entre las piernas de los curiosos que bordeaban el camino hacia el Gólgota. Al llegar a la primera fila, se sentó en el suelo. No tuvo que esperar mucho. El condenado se acercaba acarreando el pesado madero de la cruz. Marco no conseguía entenderlo. La mayoría de los reos se limitaban a tirar del leño, arrastrándolo un corto trecho, y luego se dejaban caer. La crucifixión era la más horrible tortura, la muerte más lenta y angustiosa. La posibilidad de que los legionarios forzaran al preso a llevar la cruz era remota. Si le golpeaban o le daban latigazos, se arriesgaban a matarlo, privando al populacho de su "diversión" y acortando los sufrimientos del condenado. No era un buen resultado para nadie. Por tanto, los militares se cuidaban de poner en peligro antes de tiempo la vida de los presos. Solían buscar ayuda para cargar con el peso hasta lo alto del monte.
Este hombre, sin embargo, se esforzaba de verdad, como si de ello dependiera algo. Abrazaba el madero casi con ternura, los ojos entrecerrados, la boca apretada con determinación, los músculos tensos. Al pasar junto a Marco, le miró de reojo y pareció acariciarlo con los ojos. Era la tercera vez que Marco se adelantaba para esperarle junto al camino. Y la tercera vez que Jesús le miraba.
Cuando la espalda de Jesús empezó a alejarse, Marco se escabulló otra vez entre los mirones, para volver a adelantarse por el camino. Y esperar de nuevo aquella mirada, que le hacía tanto bien.