sábado, 7 de mayo de 2011

La casa de las Tías




Las Tías (con mayúscula) eran una institución familiar. Las Tías eran las hermanas mayores, no sé si de 7 u 8 hermanos. Cuando murieron sus padres, las Tías, ambas con novio formal, plantearon a sus novios que había que hacerse cargo de los niños. Los novios huyeron despavoridos. Las Tías buscaron trabajo, de secretaria, que es lo que podía hacer una señorita en aquellos días, y sacaron a los niños adelante. 
Estalló la guerra civil, y las Tías consiguieron milagrosamente sacar a su familia (que en aquellos días se componía de los niños ya crecidos, novios/as o cónyuges, un hermano seminarista y una hermana monja) sin bajas de aquel trance. 
Después de la guerra, los ennoviados se casaron, los casados criaron, y las Tías continuaron siendo el núcleo de la familia. El núcleo duro. Los sobrinos problemáticos pasaban una temporadita en casa de las Tías. No fracasaron ni una sola vez. Los sobrinos se enderezaban a base de la mirada acerada de la tía Ana y las galletas subrepticias de la tía Carmen. Ellas perfeccionaron la técnica del poli bueno-poli malo. 
Esto lo sé porque después de domar a los sobrinos, los sobrinos-nietos fuimos pan comido. Cuando hacíamos una muy gorda, mi madre nos mandaba a casa de las Tías. Estaba como a 3 manzanas de casa, pero tardábamos una eternidad. Había que ir sola, rumiando tu desgracia, y el terror que nos inspiraba la tía Ana ponía plomo en los zapatos.
Al llegar allí, por supuesto que ellas lo sabían todo (ya se encargaba mi madre de llamar antes para ponerles en antecedentes), pero te hacían el tercer grado, y acababas cantando entre lágrimas y sudores fríos. La segunda fase consistía en el sermón. El sermón era pavoroso, cuajado de demonios, condenación eterna, ángeles de la guardia huyendo con el hatillo al hombro, manchas indelebles en el alma y fuegos del averno. Si la cosa había sido muy grave, luego se rezaba el rosario. Ella en el sillón de orejas. Tú de rodillas. Toda esta faena la hacía la tía Ana, que era alta, ascética y tiesa como una vela. La tía Carmen, bajita y regordeta, siempre me recordó a una de las hadas de la bella durmiente. La tía Carmen se refugiaba en la cocina, y cuando terminaba la parte de la tía Ana, empezaba la suya.
La logística indicaba que a estas alturas, como ya era tarde, te quedabas a cenar y luego te recogía papá. Primero había que ayudar a hacer la cena. Allí aprendí a hacer las sopas de ajo. Durante la faena de cocina, la tía simpatizaba con tus penas, pero claro, esas cosas no se hacen, toma una galleta...
Total, que la operación estaba tan perfeccionada y pulida por años de práctica, que no fallaba nunca. Volvías a casa con un arrepentimiento sincero, sobre todo basado en el firme propósito de no tener que volver a pasar por aquello...

3 comentarios:

  1. Gracias, Anonimo. Era exactamente así, no he exagerado ni pum

    ResponderEliminar
  2. Que buen pack, tan compenetrado.
    Es genial tener recuerdos tan entrañables de personas de la familia, tan dedicados a cuidar de todos.Gracias por relatarlo.

    Yo,ejerzo mucho de tía . Jugamos, hablamos, alguna vez me medio enfado... pero mucho respeto no me tienen.
    Ayer me "secuestraron" el movil y las bambas; me pedian 3 euros de rescate
    Evidentemente, me negué
    Les "secuestré" sus mochilas y al final de la tarde hicimos intercambio de rehenes.
    Necesito unas lecciones de tus tias, para aprender a imponerme un poco delante de esos pequeñajos ¡¡¡

    ResponderEliminar